Julia tiene 92 años. Es viuda y tiene 5 hijos y 10 nietos, de los cuales solo tres acuden al hospital (frío) en el que se encuentra por una patología aguda. El resto de su familia tiene muchas cosas que hacer (“trabajo, estudio, viajes… ya se sabe”). Lleva ingresada 5 días, no comprende muy bien qué está sucediendo. No comprende muy bien dónde está ni recuerda qué día es. A veces confunde el día con la noche, la comida con la cena. No para de ver a gente a su alrededor, pero se siente sola. Se siente triste, echa mucho de menos a su marido, tantos años juntos… y tiene miedo. Miedo de estar abandonada, miedo de morir, miedo porque tiene dolor pero no encuentra el momento para comunicarlo (“toda esa gente parece que tiene tanta prisa…”), miedo de orinarse y de hacerse de vientre encima, ya que en casa ella podía ir al servicio sola, pero desde que ingresó alguien decidió por ella que ya no iba a poder usar el servicio más y que tenía que llevar un pañal. Un pañal que pasa mojado y sucio mucho tiempo, demasiado, que le pica y le da calor, que le quita la dignidad, que le da miedo. Ha dejado de comer también, la comida del hospital es fría (no por falta de temperatura, sino porque “parece que le faltase alma”) y monótona, aburrida, parece hecha con prisa y suelen ser purés insípidos. Cada vez que llega la comida ella sueña con que vengan de postre unas fresas, le gustan tanto… pero de postre siempre aparece la manzana asada y el yogur. Y la bandeja vuelve al lugar de origen prácticamente tal y como llegó. Llena de comida y fría.
Delante de la butaca donde la sientan según protocolo, hay una silla. Esta silla siempre está vacía. Es curioso que toda esa gente que entra y sale nunca se puede sentar cinco minutos en la silla a hablar con ella, a hablar del tiempo, a dar calor a la habitación.
Julia siente que ha perdido la dignidad, que ya no es ella y que tampoco importa que ya no sea ella. Se siente totalmente ajena a su enfermedad, siente que estorba, que está ocupando una cama, siente que su cuerpo es lo que importa, pero… ¿y sus sentimientos? ¿Y sus miedos? ¿Y ella? ¿Y esa silla? Ni siquiera su hijo y sus dos nietos se sientan en ella.
Pero todo cambia durante 10 minutos al día. Quizá es solo 1 minuto, pero a ella le dura la alegría 10 minutos. Siempre pasa cuando Carmela, la empleada de limpieza, entra a las 10 de la mañana a limpiar la habitación. Ella ilumina la estancia con su sonrisa y su alegría, siempre la saluda y le pregunta cómo está, le cuenta alguna anécdota de su llegada hasta el hospital en el autobús y Julia se muere de risa. Además, Carmela coge su mano y la llena de halagos. Parece que durante esos diez minutos todo se esfumase (el dolor, el frío, el miedo). Parece que, durante diez minutos al día, ella volviese a ser una persona. Incluso un día Julia le pidió que se sentase en la silla y Carmela se sentó, y estuvieron viendo una revista juntas, durante cinco minutos, claro, porque Carmela tiene que seguir con sus tareas y no puede retrasarse mucho. Pero la alegría ya le duró hasta la hora de la comida.
Y eso es lo que Julia espera un día tras otro: que llegue Carmela. Eso es lo que le da la fuerza para seguir. Esperar a que esa silla deje de estar vacía durante cinco minutos, dejar de sentir frío durante diez minutos. Volver a sentir calor humano en sus manos. Volver a sentirse viva.
Afortunadamente, todos nosotros podemos ser como Carmela y ayudar a todas las Julias que se encuentran desamparadas y sufren. Solo una sonrisa, una mirada y una palabra amable es suficiente para poder cambiar el día a nuestro paciente. Solo sentarnos en una silla delante de ellas y preguntarles cómo están, hablar de sus miedos, comprender que son seres humanos que sufren, como nosotros, que también sufrimos mucho, que también tenemos problemas, que también, a veces, perdemos la esperanza. Comprender que sin humanización no hay asistencia terapéutica. Comprender que un abrazo y una sonrisa son más terapéuticos que cualquier ansiolítico. Y que, como ningún ansiolítico, alivian al que lo da y al que lo recibe.
Comprender que no todos necesitan pañal, que algunos necesitan fresas y que las necesidades las marcan quienes las tienen. Que no podemos ni debemos decidir por el otro.